por María Beatriz Toro de Luna
Han pasado las celebraciones de los días de la madre y del padre y éstas nos llevan a reflexionar sobre la maternidad y paternidad, asumidas responsablemente como un don y no como un derecho o un capricho.
Cuando se tiene la certeza de que los hijos son un don de Dios, se actúa en consecuencia, no se exige a la medicina y al estado el supuesto derecho a ser padres; tampoco se dispone del ser que se está gestando como si fuera un estorbo o una plaga porque viene en un momento "indeseado". Se tienen responsablemente y amorosamente los hijos cara a Dios.
Valoremos la actitud de esos padres generosos, abiertos a la vida, capaces de grandes sacrificios en aras al bebé en gestación, a la formación y educación de sus hijos ya nacidos, padres comprometidos con el proyecto educativo que eligieron para ellos. También admiramos, agradecemos y aplaudimos la libertad y orientación que dan a sus hijos para elegir su proyecto de vida, su vocación, sea matrimonial o de entrega a Dios.
Generalmente vemos muy natural que los hijos se vayan de la casa por independencia profesional o por matrimonio, pero cuando un hijo opta por una entrega total a Dios, nos parece más difícil; y más, cuando esta entrega es absoluta mediante el ingreso a un convento de clausura, por ejemplo; ello implica, en el sentido humano, casi perderlos, dejar de verlos, de abrazarlos. Una entrega así de los hijos a Dios exige un desprendimiento enorme, una vez hecho casi un ‘duelo’, doblegándose con amor a la voluntad de Dios quien los ha elegido y llamado, y quien sabrá pagar con creces el sacrificio de los padres.
Es bueno mostrar sentimientos de gratitud a todos aquellos que, sin haber recibido el don de los hijos, han sabido ser padres para los hijos de otros, o han contribuido a la educación de sobrinos y ahijados, o han sido un referente generoso en la formación de muchos.
Finalmente, siendo madres y padres, damos gracias a Dios por esos hijos amados que nos ha dado, imperfectos como nosotros, pero perfectibles, como todo ser humano. Esos seres maravillosos que pese a todas las falencias del ejemplo que les dimos y en el uso de su libertad, nos acompañan, nos cuidan en nuestra enfermedad, nos apoyan y alegran nuestra vejez con su presencia. Ellos y sus hijos; nuestros nietos, tengan la edad que tengan, son siempre motivo de regocijo en nuestra madurez.
Cuando se tiene la certeza de que los hijos son un don de Dios, se actúa en consecuencia, no se exige a la medicina y al estado el supuesto derecho a ser padres; tampoco se dispone del ser que se está gestando como si fuera un estorbo o una plaga porque viene en un momento "indeseado". Se tienen responsablemente y amorosamente los hijos cara a Dios.
Valoremos la actitud de esos padres generosos, abiertos a la vida, capaces de grandes sacrificios en aras al bebé en gestación, a la formación y educación de sus hijos ya nacidos, padres comprometidos con el proyecto educativo que eligieron para ellos. También admiramos, agradecemos y aplaudimos la libertad y orientación que dan a sus hijos para elegir su proyecto de vida, su vocación, sea matrimonial o de entrega a Dios.
Generalmente vemos muy natural que los hijos se vayan de la casa por independencia profesional o por matrimonio, pero cuando un hijo opta por una entrega total a Dios, nos parece más difícil; y más, cuando esta entrega es absoluta mediante el ingreso a un convento de clausura, por ejemplo; ello implica, en el sentido humano, casi perderlos, dejar de verlos, de abrazarlos. Una entrega así de los hijos a Dios exige un desprendimiento enorme, una vez hecho casi un ‘duelo’, doblegándose con amor a la voluntad de Dios quien los ha elegido y llamado, y quien sabrá pagar con creces el sacrificio de los padres.
Es bueno mostrar sentimientos de gratitud a todos aquellos que, sin haber recibido el don de los hijos, han sabido ser padres para los hijos de otros, o han contribuido a la educación de sobrinos y ahijados, o han sido un referente generoso en la formación de muchos.
Finalmente, siendo madres y padres, damos gracias a Dios por esos hijos amados que nos ha dado, imperfectos como nosotros, pero perfectibles, como todo ser humano. Esos seres maravillosos que pese a todas las falencias del ejemplo que les dimos y en el uso de su libertad, nos acompañan, nos cuidan en nuestra enfermedad, nos apoyan y alegran nuestra vejez con su presencia. Ellos y sus hijos; nuestros nietos, tengan la edad que tengan, son siempre motivo de regocijo en nuestra madurez.
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