
por Eva María de Trujillo
A veces, por ejemplo en un café-restaurante, se ven jovencitas, de unos dieciocho años quizá, o más, con unos lindos ojos, cutis sano, larga cabellera, dentadura perfecta, uñas cuidadas, perfumadas y vestidas con prendas de marca, y sin embargo, su aspecto puede resultar decepcionante.
¿Por qué?
Bien porque se encuentra sentada encima de su pierna encogida sobre el asiento, o ha puesto un pie encima del otro muslo (como se sientan los vaqueros), o se ha quitado los zapatos debajo de la mesa, o está jugando permanentemente con su melena suelta, o sobándose la nariz con la palma de la mano, o está comiendo con los codos encima de la mesa y manejando burdamente los cubiertos, o está lamiendo la cuchara del helado y sorbiendo ruidosamente su jugo, o porque está tratando despectivamente al mesero, o porque se ríe a carcajadas y habla a los gritos por su teléfono móvil último modelo.
Evidentemente, aquí hay una mala relación costo-beneficio, porque a pesar de todo ese “capital” que posee (juventud, belleza, ropa, accesorios, oportunidades), nada le luce porque falta algo importante: y es elegancia. Esta no se puede comprar; elegancia es más que bonito cuerpo, vestido, zapatos, cartera y celular; elegancia tiene que ver con porte, autodominio, buenos modales y delicadeza.
Esa “infraestructura”, necesaria para una presentación agradable, suele ser el resultado de buenas costumbres adquiridas desde niña, a través del buen ejemplo que dio la mamá en la vida diaria, y también a través de muchísimas correcciones recibidas y ojalá obedecidas durante los años rebeldes de la adolescencia. Aunque a esa edad las niñas las perciben como molestas, esas pequeñas amonestaciones, a la larga, van calando, moldeando, puliendo, facilitando la buena compostura y el adecuado comportamiento del adulto.
Mamás, para bien de sus hijas, no dejen de corregirlas, aunque les dijeran que esas cosas ya no se usan, que son del milenio pasado. Pasarán años, pero se lo agradecerán.
¿Por qué?
Bien porque se encuentra sentada encima de su pierna encogida sobre el asiento, o ha puesto un pie encima del otro muslo (como se sientan los vaqueros), o se ha quitado los zapatos debajo de la mesa, o está jugando permanentemente con su melena suelta, o sobándose la nariz con la palma de la mano, o está comiendo con los codos encima de la mesa y manejando burdamente los cubiertos, o está lamiendo la cuchara del helado y sorbiendo ruidosamente su jugo, o porque está tratando despectivamente al mesero, o porque se ríe a carcajadas y habla a los gritos por su teléfono móvil último modelo.
Evidentemente, aquí hay una mala relación costo-beneficio, porque a pesar de todo ese “capital” que posee (juventud, belleza, ropa, accesorios, oportunidades), nada le luce porque falta algo importante: y es elegancia. Esta no se puede comprar; elegancia es más que bonito cuerpo, vestido, zapatos, cartera y celular; elegancia tiene que ver con porte, autodominio, buenos modales y delicadeza.
Esa “infraestructura”, necesaria para una presentación agradable, suele ser el resultado de buenas costumbres adquiridas desde niña, a través del buen ejemplo que dio la mamá en la vida diaria, y también a través de muchísimas correcciones recibidas y ojalá obedecidas durante los años rebeldes de la adolescencia. Aunque a esa edad las niñas las perciben como molestas, esas pequeñas amonestaciones, a la larga, van calando, moldeando, puliendo, facilitando la buena compostura y el adecuado comportamiento del adulto.
Mamás, para bien de sus hijas, no dejen de corregirlas, aunque les dijeran que esas cosas ya no se usan, que son del milenio pasado. Pasarán años, pero se lo agradecerán.
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