
por Sonia A. Muñoz F. MD
Desde que estábamos pequeños nos enseñaron que debíamos pensar antes de hablar; pero no siempre nuestros padres o profesores lo cumplían, y ahora que somos adultos, vemos que hacerlo es más difícil de lo pensado.
Reflexionar acerca de lo que vamos a decir, involucra varias virtudes: la prudencia, que es la virtud de la inteligencia cuando tenemos que decidir algo –“¿lo que voy a decir es interesante, adecuado y oportuno?” –; la justicia que es la voz de lo que debo hacer bien - ¿debo decirlo? ¿le va a hacer bien a quien me escucha? –; la fortaleza que es el ánimo para afrontar o resistir las dificultades – “me salen letreros si no lo digo, pero me controlo” o “me muero del susto de decirlo, pero es lo que se debe hacer” –, y la templanza que es la capacidad de poner orden en nuestros deseos – “casi lo digo, pero no lo hice”.
También, pensar antes de hablar requiere sinceridad: – “lo que voy a decir, ¿sí es objetivamente la verdad?” – y conocimiento de nosotros mismos: – “¿soy impulsiva?, ¿soy muy callada?”, “¿soy prudente o miedosa para enfrentar el problema?”
En las mujeres es frecuente que, aunque tengamos la razón en lo que decimos, los demás se quejen de que frente al mensaje:
- no era el momento oportuno para decirlo,
- el tono estaba demasiado subido y hablaba más del enojo que sentíamos,
- se perdió el tema porque había mucha retahíla,
- fuimos hirientes o sarcásticas,
- lo acompañamos de eventos agresivos y ofendimos al interlocutor.
En conclusión, siempre tendrá ventajas el pensar antes de hablar.
Indica que vivimos en unidad con nosotros mismos, requiere de ejercicio paciente y constante, nos enseña a reflexionar sobre nuestro carácter, nos volvemos mejores escuchas, permitimos a los demás que hablen y dejamos de meternos en líos, haciendo más felices a los demás y siendo más felices nosotros mismos por nuestra coherencia de vida.
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