ETIQUETA

LA AUTENTICIDAD 
por  Lily Mosquera de Jensen

En días pasados asistí al velorio de una mujer que había sido cruelmente asesinada por una pandilla de violentos en un barrio popular de Cali. Se dirigía ella a la tienda de la esquina a las siete de la noche, a comprar algo, cuando las balas de los malhechores la alcanzaron y le segaron la vida. Contaba apenas 24 años, igual que su esposo, y tenían una pequeña niña de 5 años. Se debatió entre la vida y la muerte en el Hospital Departamental por una semana. Ni su juventud ni los deseos y oraciones de los suyos lograron hacerla vivir.
Con solidaridad y cariño fuimos a acompañarlos a la vivienda de sus familiares donde la estaban velando, en una pequeña vereda cerca de Cali, mientras el sol fuerte del medio día calentaba la tierra del camino. Un pequeño callejón dirigía a la casita preciosa, escondida entre el follaje de los guabos, almendros y mangos donde retozaban los niños, las gallinas y los perros, sin darse cuenta de lo que ocurría. 
En la sala, acompañaban al ataúd un ramo de flores y un círculo de parientes y amigos que platicaban en voz baja. Los señores, que vestían su mejor pantalón y su camisa bien planchada, se paseaban por el frente de la casa. El joven esposo dejaba ver su dolor por haber perdido la estabilidad de su hogar. De pronto, un hombre enjuto, curtido por el sol, el trabajo y el paso de los años, vino hacia mí con un periódico en la mano y me dijo: "Usted es doña Lily de Jensen? Yo siempre la leo y la quiero felicitar porque lo que escribe es muy útil para educar a la gente." Sentí una gran emoción y ese comentario lo recordaré siempre como mi mejor estímulo.
Al poco tiempo, uno de los hombres presentes se puso de pie y, con un rosario en la mano, comenzó a rezarlo. Todos lo recitábamos con devoción. Yo le daba gracias a Dios por permitirnos sentir, por un ratico, la paz del cielo. 
En el fondo se divisaba la cocina donde dos mujeres se aprestaban a preparar un sancocho. Los presentes deberían todos almorzar antes de ir al cementerio.

Mientras tanto, yo reflexionaba y aprendía de estas gentes sencillas. Todo el mundo actuaba con autenticidad y nadie pretendía aparentar nada. El respeto era natural, no impuesto. Nadie vestía de negro. La risa de los niños se confundía con el canto de los pájaros. Los ojos inmensos de Jennifer, con sus cinco años, solo sonreían sin saber qué pasaba ni medir que ya nunca mas sentiría el calor del abrazo de su mamá.

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