Se acerca el Halloween que, gracias a Dios, aquí en Colombia tiende a desaparecer, o al menos a suavizar su tétrico significado.
Al día siguiente, 1° de noviembre, tenemos la Fiesta de Todos los Santos.
Me preguntas, ¿quiénes son esos santos a quienes celebramos ese día? Son todas personas que, por haberse portado muy bien en la tierra, llegaron al Cielo.
Ahora me preguntas, ¿a quiénes festejamos el día del Halloween?
Al diablo, a las brujas malvadas, narizonas y llenas de verrugas, que entre carcajadas viajan veloces en su escoba de paja; a los gatos erizados de ojos rojos, a las horribles tarántulas, a las telarañas y a los muertos. Lo triste es que de esos pobres muertos nos divierte lo más feo que tienen: el esqueleto, mientras que a los santos los admiramos por la belleza de su alma, por las buenas obras que hicieron en su vida y por el amor con que trataron a los demás.
Si deseamos que nuestros niños se identifiquen, no con la maldad, sino con la amabilidad y la bondad, entonces, ¿por qué no mejor disfrazarlos de personajes buenos y nobles?
En nuestra Costa Caribe, en vez del Halloween, viven una simpática costumbre de antaño con un toque celestial hermoso, porque los niños se disfrazan de angelitos -como lo que tendrían que ser- y van de casa en casa diciendo “Ángeles somos, del cielo venimos...” y piden los ingredientes necesarios para juntos cocinar un sancocho.
¡Qué bueno fuera compartir esta costumbre auténtica!
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