En carnaval pueden verse divertidos el exceso de brillos falsos, la estridencia en colores, la exuberancia de adornos, la exhibición exagerada de piel y de encantos postizos; pero en nuestra vida normal, todo lo pomposo, ficticio o recargado no deja más que una impresión cursi y grotesca.
Normalmente, cuando alguien intenta aparentar algo distinto de lo que es, falsifica la imagen de su personalidad y hace el ridículo.
El secreto de la elegancia está en la sencillez, en la modestia. Cuando nos arreglamos, no se trata de gritarle al mundo: “¡Miren todo lo que tengo!“, sino de presentarse con sinceridad: “Esta soy yo.“
Una persona elegante y discreta no se propone ni apantallar, ni impresionar, ni mostrar lo que tiene, ni tampoco engañar o disfrazar. Se muestra sin extravagancias, con seguridad y autoestima. No necesita mostrar todo lo que tiene porque sabe lo que vale.
Se viste para comunicar quién es, para verse lo mejor posible, de acuerdo a cómo quiere ser tratada. No se arregla para llamar la atención, no se viste para provocar reacciones instintivas. Sólo desea agradar como la persona que es.
Nada debe opacar su personalidad: ni el corte sensacional del vestido, ni los accesorios por novedosos que sean, ni la propia anatomía resaltada por prendas ceñidas y escotes. Parte alguna del cuerpo debe acaparar las miradas, ni gritar, ni destacarse por sí sola; sino que lo exterior y lo interior de la persona deben integrarse en un conjunto armónico. Nada debe distraer la atención de ese “todo“, visible e invisible, que es el “yo“.
Para que una persona pueda apreciarse con la riqueza de su interioridad, el decoro le tiene que pedir al cuerpo que baje la voz y que no grite.
La elegancia es fruto de sencillez, de porte y compostura, de líneas claras, proporciones estéticas, de la combinación armónica de unos pocos colores y texturas, de modestia en adornos, joyas y piel. No puede haber una mujer elegante donde falte el pudor, que se reserva aquello que es muy personal, íntimo y valioso.
Normalmente, cuando alguien intenta aparentar algo distinto de lo que es, falsifica la imagen de su personalidad y hace el ridículo.
El secreto de la elegancia está en la sencillez, en la modestia. Cuando nos arreglamos, no se trata de gritarle al mundo: “¡Miren todo lo que tengo!“, sino de presentarse con sinceridad: “Esta soy yo.“
Una persona elegante y discreta no se propone ni apantallar, ni impresionar, ni mostrar lo que tiene, ni tampoco engañar o disfrazar. Se muestra sin extravagancias, con seguridad y autoestima. No necesita mostrar todo lo que tiene porque sabe lo que vale.
Se viste para comunicar quién es, para verse lo mejor posible, de acuerdo a cómo quiere ser tratada. No se arregla para llamar la atención, no se viste para provocar reacciones instintivas. Sólo desea agradar como la persona que es.
Nada debe opacar su personalidad: ni el corte sensacional del vestido, ni los accesorios por novedosos que sean, ni la propia anatomía resaltada por prendas ceñidas y escotes. Parte alguna del cuerpo debe acaparar las miradas, ni gritar, ni destacarse por sí sola; sino que lo exterior y lo interior de la persona deben integrarse en un conjunto armónico. Nada debe distraer la atención de ese “todo“, visible e invisible, que es el “yo“.
Para que una persona pueda apreciarse con la riqueza de su interioridad, el decoro le tiene que pedir al cuerpo que baje la voz y que no grite.
La elegancia es fruto de sencillez, de porte y compostura, de líneas claras, proporciones estéticas, de la combinación armónica de unos pocos colores y texturas, de modestia en adornos, joyas y piel. No puede haber una mujer elegante donde falte el pudor, que se reserva aquello que es muy personal, íntimo y valioso.
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